Opiniones: Bernardo Souvirón Guijo. (profesor de lenguas y cultura clásica) y (RNE)

LÍBANO

 

La historia de Occidente se ha fraguado en lugares que no destacan en los mapas y que, con frecuencia, se han perdido en la memoria de los que habitan sólo en el presente.

En el oriente del Mediterráneo hay un país pequeño cuyo nombre apenas cabe en el espacio que ocupa en los mapas. Perdido entre sus poderosos vecinos, apabullado por los avatares de la historia, ese pequeño país, insignificante, casi engullido entre el mar y los desiertos, conocido sólo como asiento de conflictos que parecen adherirse a su piel como la niebla a la cima de sus montañas preñadas de cedros, ha dado a la historia de Occidente el hilo por el que ha transitado la energía de la civilización y del progreso.

Ese país insignificante, fue llamado en otro tiempo Fenicia. Hoy recibe el nombre de Líbano, una palabra que significa en griego “árbol del incienso”. Desde sus costas las naves fenicias llevaron en otro tiempo por todo el Mediterráneo la semilla del comercio, de la civilización, del alfabeto y de la paz, pues los fenicios, igual que los griegos, nunca fueron un pueblo conquistador, portador de la guerra y de la muerte, sino colonizador y enamorado de la fusión y el mestizaje. De esa semilla ha nacido la historia de Europa.

Navegantes fenicios circunnavegaron África en el siglo VI a. C., y doblaron el hoy llamado cabo de Buena Esperanza dos mil años antes que Vasco de Gama, y una ciudad fundada por Tiro, fue llamada por los avatares de la historia a jugarse el futuro del mundo frente a Roma; su nombre era Cartago.

Los nombres de las ciudades de Líbano evocan nuestros orígenes: Sidón, Biblos y, sobre todo, Tiro, la gran madre que en el año 1100 a. C., a la vera de Tarteso, fundó en Iberia la ciudad de Cádiz, asiento de una de las columnas de Hércules. Desde allí los fenicios introdujeron en el Mediterráneo el estaño, elemento imprescindible para la elaboración del bronce, sin el que la historia de Occidente hubiera sido muy diferente.

De los fenicios tomaron los griegos el alfabeto que, transformado en Grecia y utilizado por Homero, puso en nuestras manos el arma más trascendental de todas las que los seres humanos hemos sido capaces de imaginar: el arma de la palabra escrita; la literatura.

Y una muchacha de Tiro, hija del rey Agénor, raptada por un dios enamorado, desafió el mar para llegar a una tierra que, desde entonces, nunca volvió a ser la que había sido. Una parte del mundo lleva hoy su nombre: Europa, “la de ancho rostro”.

La historia de Líbano es nuestra propia historia. Su llanto está preñado de nuestras propias lágrimas.